Al mundo árabe y en particular al Medio Oriente han sido dirigidas las miradas siempre, pero muy especialmente en este siglo XXI. Esto no ha sido debido al gran poder de los Estados y las sociedades, sino todo lo contrario, a sus fragilidades y debilidades. La presencia del petróleo y de todo lo que involucra ha sido una de las causas, no la única, para que las sociedades del Medio Oriente se hayan convertido en el escenario predilecto de la competición del poder global, sufriendo las dinámicas violencias producto de las tensiones mundiales.

Las injerencias exteriores han sido las principales causantes y origen de las dolorosas condiciones de vida que los pueblos árabes del Medio Oriente han resistido por generaciones.

En el siglo XIX, antes de la aparición del petróleo como factor geopolítico, algunos países como Egipto intentaron desarrollarse para alcanzar cierto poder militar, político y económico. Sin embargo, el Imperio Otomano predominante entonces, con la alianza de Gran Bretaña, al observar la amenaza de sus intereses comunes, crearon obstáculos y frenaron tal desarrollo y modernización, tanto de Egipto como de cualquier otro país árabe.

La expansión europea se justificaba alegando ser una “misión civilizadora” que debía llevar la modernidad política y económica al mundo no desarrollado (Ferran Izquierdo, Universidad Autónoma de Barcelona, Poder y regímenes en el mundo árabe contemporáneo, 2009). Sin embargo, cuando algún país evidenciaba muestra de desarrollo económico industrial, las mismas potencias creaban los obstáculos y lo impedían, dado que ese desarrollo llevaba a la independencia, contrario a las intenciones imperialistas y al incipiente capitalismo.

En el siglo XX, tanto el colonialismo europeo como el capitalismo globalizado y la creación del Estado de Israel, han sido determinantes en las tensiones sufridas por los países árabes del Medio Oriente en la historia contemporánea.

El período colonial europeo en la primera mitad del siglo XX fue muy agitado. La Primera Guerra Mundial fue para los árabes una esperanza de independencia y soberanía, hasta tal punto que su rol fue decisivo para el triunfo de Francia y Gran Bretaña sobre el Imperio Otomano. Sin embargo, una vez lograda la victoria en el año 1918, París y Londres no concedieron la prometida soberanía y mantuvieron el control tanto sobre el norte de África, así como sobre el Medio Oriente, que fue dividido y repartido imponiendo el mandato sobre sus poblaciones. Las protestas y manifestaciones por la independencia fueron sanguinariamente reprimidas en Egipto (Revolución Nacional contra la ocupación británica de Egipto conjuntamente con Sudán en 1919); Irak (manifestaciones en Bagdad, protestas en masa contra la ocupación británica, 1920); Siria (la Gran Revuelta Siria, levantamiento general con Líbano contra el mandato francés, 1925-1927); Marruecos (la guerra del Rif, contra las autoridades coloniales españolas y francesas, 1920-1925); y Palestina (Revuelta Árabe de Palestina contra el mandato británico, 1936-1939).

El sometimiento colonial se mantuvo hasta mediados de siglo. Una vez logradas, luego de grandes esfuerzos, las independencias de algunos países árabes después de la Segunda Guerra Mundial, la creación de los nuevos Estados y el establecimiento de las soberanías permitieron la entrada de nuevos actores políticos: las élites de cada uno de los países, que se enfrentaron por la competición del poder. Estas nuevas élites, débiles y poco homogéneas, se desafiaron fuertemente por una posición dominante, evidenciando una imagen de inestabilidad en la región debido a los frecuentes golpes de Estado y a las injerencias ideológicas, políticas y militares entre países vecinos. El panarabismo, el panislamismo, el nacionalismo, fueron ideologías objeto de enfrentamientos y choques locales y regionales. Los acontecimientos derivados de la afrontada creación del Estado de Israel aumentaron la inestabilidad y turbulencias poblacionales de toda la zona.

Los desequilibrios de los años cincuenta y sesenta perduraron hasta que unas élites ganadoras lograron, en cada país, establecer el control de los Estados y las sociedades, y concentrar el poder. A esos tumultuosos años cincuenta y sesenta les siguieron varias décadas de relativa estabilidad conservadora, hasta que, al final de la primera década del siglo XXI, y gracias de nuevo a las injerencias exteriores, apareció la mal denominada “primavera árabe”, alcanzando las más lamentables consecuencias de guerra: destrucción, muertes y emigración, en fin, la mayor inestabilidad, afectando fuertemente hasta nuestros días a diferentes países de la región.

Estos últimos doce años, desde el inicio de la “primavera árabe”, han demostrado una vez más que el Medio Oriente es un espacio territorial de alta competición global. Las dos potencias mundiales, Estados Unidos de América, aliada de Israel, y Rusia, siguen teniendo alta influencia; los países europeos no descuidan sus parcelas de poder; las grandes naciones asiáticas se mantienen atentas a sus participaciones; y lo más doméstico, frente a los dos ejes tradicionales de poder regional, Arabia Saudita e Irán, toma protagonismo una emergente Turquía que en sintonía con su nueva visión del neootomanismo, surge como tercer país competidor, para hacer más compleja la ecuación geopolítica de la región, convirtiendo el binomio en trinomio.


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