Unamuno o el miedo a la nada

Unamuno se obliga a detenerse entre la Nada segura y el Ser que no somos, consciente de que la existencia es un rompecabezas irresoluble

Unamuno o el miedo a la nada

Unamuno o el miedo a la nada / Por Miguel Ángel González

Es imposible ser estudiante en Salamanca y no leer, antes o después, a don Miguel de Unamuno, en tiempos rector de su Universidad. Yo lo descubrí allí. Las aristas y la adustez del bronce que la ciudad le erigió en el 68, y que camino de la Pontificia nos encontramos todos los días en la calle Bordadores, junto al ábside de las Úrsulas, hacían pensar en aquella obsesión suya por la inmortalidad que le torturó y le hizo vivir entre el misticismo, la incredulidad y el cabreo. A los estudiantes nos caía bien, a pesar de su imagen enteca y severa. Por lo del cabreo, por quijotesco, rebelde, vehemente, contradictorio y provocador. Don Miguel era un viejo muy joven. Sabemos que fue un niño melancólico y endeble, que nació en en una familia de costumbres austeras, cuáquera casi, con una temprana preocupación por lo religioso que le llevó a leer libros apologéticos y controvertidos, con la idea de hacer razonable una fe heredada, impuesta, que en vez de consolarle le intranquilizaba.

En perpetuo monólogo, Unamuno escribe y escribe. Nos deja novelas en las que filosofa sin pretenderlo, contrario a principios, dogmas, sistemas y convencionalismos que no dan respuesta a sus preguntas; escribe versos circunstanciales y desesperados que arañan teologías; y hace disertaciones apasionadas que no dejan títere con cabeza. Unamuno polemiza, incluso, consigo mismo. En él toca fondo en nuestro país el nihilismo: «En esta soledad de soledades, da lo mismo que afirmes o que dudes. Este mundo depende hasta tal punto del azar, de la apariencia y del sueño calderoniano, que no merece buscarle razón ni ordenamiento». Unamuno piensa que los filósofos que persiguen lo perdurable pecan de candor, introduciendo sus ingenuas querencias en sus reflexiones. Lúcido, desconfiando de las elucubraciones propias y ajenas, Unamuno se obliga a detenerse para, entre la Nada segura y el Ser que no somos, consciente de que la existencia es un rompecabezas irresoluble, una y otra vez contradecirse.

En el brete de elegir una sola de sus obras, me inclino por ‘San Manuel Bueno, mártir’, novela que tiene un poco de todo, teología, filosofía, autobiografía, buena literatura y un argumento que da qué pensar. Un sacerdote comenta que «creer sólo es querer que Dios exista». Para Unamuno, un deseo que lo provoca el miedo a la muerte, a dejar de existir. La novela, al plantear sin tapujos la alternativa entre una verdad trágica y una felicidad ilusoria, es una obra de madurez, sobria y de síntesis, sobre la sinrazón del vivir. Podríamos decir que esta novela, en cierta manera, es el final de la película unamuniana, la que arranca con un niño que quiere ser santo pero que, como no es tonto, necesita saber, necesita entender.

La fe del carbonero

Devora los libros de la biblioteca de su tío y, todavía adolescente, rechaza la fe del carbonero. Lo encontramos después, en su primera juventud, en el torbellino de un Madrid (1880) en el que bulle el racionalismo liberal y secular. De Europa llegan los ecos de Leopardi, Balzac, Hegel y Stendhal. Es la hora del positivismo científico y la razón y, por así decirlo, Unamuno despierta. Se va al carajo su misticismo infantil. La fe, concluye, no tiene un fundamento razonable. Pasa el tiempo y nombrado en 1891 catedrático de griego en la Universidad de Salamanca, en el ascético paisaje mesetario alcanza su punto álgido el conflicto que ya mantendrá toda su vida, desde la perplejidad, entre la Nada y una esperanza desesperanzada. Unamuno vive una crisis íntima y endémica que se agrava cuando en 1896 le nace un hijo hidrocéfalo y sufre una angina de pecho. Unamuno se ve morir. El silencio de Dios es aplastante, la sensación que tiene es de vértigo y piensa en el suicidio: «Al atravesar el puente sobre el Tormes, he querido arrojarme a las aguas y he tenido que agarrarme al parapeto». Se ve bloqueado, en un callejón sin salida, en un cul de sac. En 1897 crítica las pruebas escolásticas de la existencia de Dios que recoge en ‘El sentimiento trágico de la vida’: «Con la razón busco un Dios que se desvanece porque es sólo una idea y acabo en el panteísmo, en el mero fenomenismo, en un sentimiento inevitable de vacío». Existe la certeza filosófica de la Nada, pero de Dios no tenemos, no podemos tener, ninguna certeza. El credo quia absurdum sólo se abre a las tinieblas de una paradoja insostenible.

Cuando un amigo le escribe que la miserable partícula que es el hombre no tiene por qué creer, en su orgullo insensato, que le está reservado un Más Allá, Unamuno responde categórico: «No veo orgullo en ello. Yo no digo que merezcamos un Más Allá, digo que lo necesito, lo merezcamos o no. Digo que tengo sed de eternidad y que sin ella todo pierde sentido». Por activa y pasiva, en ensayos, novelas y poesía, en conferencias y artículos de prensa, Unamuno afirma que sin un Más Allá este mundo es absurdo. Su desgarradora y vigorosa religiosidad está en ese deseo de inmortalidad, en su nostalgia de Dios. Que en esta época nuestra, en la que nos aletarga y ciega el temporalismo, y en la que como avestruces escondemos la cabeza a la cuestión del sentido, la única que importa, no viene mal releer a Unamuno en su protesta y en su brega para vencer a la Nada.

En 1923, Unamuno sale de la Península como exiliado político y fija su residencia en Fuerteventura. De entonces son estos versos: «Caído desde el cielo, aquí me aburro / y aunque cielo es el mar junto al desierto / en este marco de cielo, cielo muerto, / no oigo de Dios el inmortal susurro». Su angustia se agrava. Viaja luego a París y vuelve a Hendaya, en el país vasco francés, desde donde puede ver las montañas en las que nació. El 31 de diciembre de 1936, -es media tarde-, su amigo Bartolomé Aragón-Gómez le acompaña y le suelta con cierto desaliento: «A veces pienso si no le habrá vuelto Dios la espalda a España, disponiendo de sus mejores hijos». Unamuno se incorpora, descarga un recio puñetazo en la mesa camilla en la que suele leer y estalla: «¡Eso no puede ser, Aragón. Dios no puede darnos la espalda!». Y apenas pronuncia estas palabras, don Miguel muere súbitamente. Hasta el final, sin poder creer, Unamuno necesita creer, quiere creer. Me pregunto si ese ‘querer’ no será ya una forma de fe.

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